En América Latina y, en particular, en nuestro país, estamos viviendo tiempos en que las expresiones de ira son cada vez más habituales. Las encontramos a diario, y esto se refleja en todas las actividades cotidianas: individuales, familiares, ciudadanas, artísticas y políticas.
Reaccionar frente a un suceso adverso, enojarse, no es malo; por el contrario, es un mecanismo que poseemos como seres humanos y que evidencia que algo o alguien ha ido más allá de los límites y que lo que está haciendo no es bueno según nuestra creencia. Sin embargo, la expresión desmedida de esta respuesta es lo que desnaturaliza a propios y extraños. Con mayor frecuencia, esa conducta iracunda o furia se manifiesta con las personas más cercanas (pareja, padres, hijos, compañeros de trabajo, amigos).
Sin lugar a dudas, el estrés, la pérdida de la calidad de vida, la desesperanza, la incertidumbre, el desempleo, la sensación de haber quedado fuera del sistema, la pérdida de valores absolutos para la vida, tiempos acotados y presiones contribuyen a la naturalización de conductas hostiles e irritables entre las personas. Se generan así cada vez más situaciones de furia y violencia ciudadana.
Las diferentes especialidades ligadas a la salud mental, como la psiquiatría, la psicología y la neurobiología, intentan abordar lo que le sucede a quien responde con un ataque de ira y protagoniza episodios de violencia en sus variadas manifestaciones. Hoy sabemos que participan diferentes áreas del cerebro (sistema límbico) y algunos neurotransmisores (en especial, la serotonina), y que se perturba el equilibrio de los sistemas cerebrales que nos permiten vivir de maneras adaptadas con uno mismo y con los demás.
El ataque de ira es, precisamente, una forma patológica de vida con dos grandes efectos. Por un lado, se genera una “implosión” que afecta el propio cuerpo, la mente y las emociones. Por ejemplo, se vincula esta conducta con enfermedades cardiovasculares –se confirmó que incrementa hasta tres veces el riesgo de infarto agudo de miocardio– y digestivas, como gastritis recurrentes y colon irritable, entre otras tantas. La persona también experimenta culpas, resentimientos, sentimientos de venganza, inadecuación permanente, desamor. Por otro lado, ocurre la “explosión” que repercute en el entorno (violencia psicológica, física, conductas antisociales).
El ataque de ira aparece o no. Cuando lo hace, la mente y el cuerpo reaccionan disparando mecanismos hormonales, cerebrales, cardíacos, respiratorios, etcétera. Se disponen para la lucha o para la huida. Cuando esto sucede, es muy difícil el control, entre otros motivos, porque se ha disparado una conducta irracional, animal, predatoria y en cascada…
Cuando se manifiesta el ataque de ira, ya es tarde. Por eso, nuestro objetivo debe ser prevenirlo y no solo atender el momento en que se genera (es casi imposible de frenar) y la rehabilitación, que nunca es completa. Muchas veces, los daños son irreparables.
¿Cómo podemos reconocer la dimensión del problema y si hay causas médico-psicológicas relacionadas que requerirán la ayuda de un especialista? Es importante que la persona restablezca la comunión consigo misma entendiendo cuáles son las verdaderas razones del enojo, ya que, en general, la explosión no es una respuesta al verdadero problema. Es más, la mayoría de las veces, las situaciones que gatillan el ataque de ira suelen ser pequeñeces o “pavadas” que no justifican la magnitud de la conducta.
Es posible que la persona padezca un trastorno de personalidad llamado “explosivo intermitente” y que requiera ayuda médico-psiquiátrica en las siguientes circunstancias:
El trastorno explosivo intermitente se debe a razones psicológicas-ambientales o genéticas, a trastornos psíquicos cerebrales o la combinación de estos, que deben evaluarse. En general, las variaciones del humor y el consumo de alcohol o de otras sustancias adictivas contribuyen a la complejidad del cuadro.
Somos, como personas, el resultado de la interacción de nuestros genes (temperamento) y de nuestro aprendizaje desde que nacemos (carácter) en relación con el ambiente donde nos desarrollamos. Adquirimos rasgos de personalidad y de conducta que podemos ir modificando con nuestros propios recursos o adquiriendo nuevos con una guía profesional. Siempre requerirá nuestro protagonismo.
¿Cómo evitamos llegar al límite y que se dispare la ira? Cuando es una tendencia o un problema cotidiano, aprender y autoayudarse es un desafío posible (véase el recuadro). Todas las terapias trabajan con la relajación, y la ciencia confirma cada vez más la importancia de la espiritualidad, no solo entendida desde la religión. Finalmente, es importante tener presente que la vida es hermosa, única, irrepetible y que vale todo esfuerzo bien dirigido para afrontar las dificultades diarias. Debemos aprender a confiar y a desarrollar valores que nos enriquezcan.
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