Jon Fielding fue el primer personaje de ficción en morir por causas relacionadas con el VIH. Era 1983, y su creador, el escritor Armistead Maupin, había perdido a un íntimo amigo por el mismo motivo. Traumatizado, sintió que los demás protagonistas de sus relatos debían dimensionar la experiencia. Pero, lógicamente, también impresionó a los lectores. La historia transcurría en San Francisco, ciudad que fue epicentro de la epidemia, y en esa época se publicaba en un diario local. Muchos comenzaron a reprocharle al autor que les arruinara el entretenimiento matutino: ya vivían con temor al diagnóstico porque era una sentencia de muerte.
Hoy la realidad es muy diferente gracias al tratamiento antirretroviral de alta eficacia, recomendado desde 1996. «Alteró, desde entonces, de manera muy drástica, la historia natural de la enfermedad por el VIH», destaca el científico Luc Montagner, nobel de Medicina por el descubrimiento de este virus, en un artículo de 2011. Y explica por qué: en cuanto una persona con VIH empieza a tomar la medicación, el virus deja de multiplicarse en el organismo. Si el tratamiento es permanente, luego de varias semanas o meses, la cantidad de virus en la sangre pasa a ser indetectable. Es de esperar que esa llamada «carga viral» siga sin detectarse siempre que no se interrumpa la toma de antirretrovirales. Y, a la vez, que el sistema inmunitario vaya recuperándose. A largo plazo, la infección se vuelve crónica. «En última instancia, [el tratamiento] evita lo que, de otra manera, sería el curso fatal de la enfermedad», enfatiza Montagner en la revista Actualizaciones en sida.
No casualmente, el séptimo y último libro de Maupin se titula Michael Tolliver Lives (Michael Tolliver vive). Llevado a la pantalla de Netflix en 2019, retoma la vida en San Francisco, a principios de este siglo, de varios personajes de aquellos primeros relatos. Tolliver, que había sido pareja de Fielding y también contrajo el VIH en los ochenta, no solo se encuentra ahora en buen estado de salud, sino que ya no se le detecta el virus en la sangre. Por eso, se plantea, con las dudas entendibles de quien vivió cada etapa de la epidemia, la posibilidad de no usar más preservativos durante las relaciones sexuales con su nueva pareja estable, que no tiene el VIH.
«Ahora hay evidencias contundentes de que las personas que viven con el VIH y con una carga viral indetectable no pueden transmitir el VIH mediante el intercambio sexual», informa el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/Sida (ONUSIDA). En cambio, durante la fase inicial de la infección, el VIH se multiplica con rapidez y la persona lo transmite con mucha facilidad si no recibe antirretrovirales. Por eso, ONUSIDA enfatiza: «Será imposible terminar con la epidemia sin proporcionar el tratamiento del VIH a todos aquellos que lo necesiten». Para 2020, propuso tres objetivos ambiciosos para contribuir con el fin de la epidemia:
«ONUSIDA ya acepta que no llegamos a cumplir esa estrategia [en 2020]», señala Isabel Cassetti, coordinadora médica de STAMBOULIAN, en el simposio virtual sobre VIH del ciclo Stamboulian Talks. Sin embargo, informa que se fijó en 2030 la nueva meta y valora que la estrategia 90-90-90 haya permitido identificar las medidas exitosas y cuáles no han funcionado o requieren «poner más energía».
«Es exitoso pedir el test a todo el mundo –recalca–. Todos nos tenemos que hacer el test en algún momento de la vida y más seguido aquellas personas que tienen situaciones de riesgo. Debemos testear a más gente para tratar a más gente y, así, lograr la carga viral no detectable. Esto se está haciendo en la mayoría de los países del mundo, pero no alcanzó para controlar la epidemia».
La experta señala que hoy se trabaja, entonces, a partir del concepto de «prevención combinada». Este se afirma sobre varios pilares. «Uno es bien médico: tratamiento para todas las personas con VIH», reitera. A la par del tratamiento, que debe iniciarse tan pronto como se conoce el diagnóstico, los siguientes:
A esto se suma la atención integral de las personas con VIH y el control y tratamiento de todas las infecciones de transmisión sexual. «Y hay un componente estructural, que es trabajar en la violencia de género y en reducir el estigma y la discriminación, que no han disminuido», agrega Cassetti, que es también directora médica de Helios Salud, centro especializado en VIH y presidido por el doctor Daniel Stamboulian. Además, subraya la importancia, por supuesto, de la educación sexual y de incorporar a las personas con VIH en la toma de decisiones para diseñar e implementar políticas públicas.
En San Francisco, ciudad que ha liderado desde el comienzo los esfuerzos contra el VIH, un consorcio público-privado que también involucra ONG y a ciudadanos que aportan de modo individual lleva adelante la iniciativa Getting to Zero (Llegar a cero). Se proponen que no haya ni nuevas infecciones, ni muertes, ni estigma para 2020, además de cumplir el objetivo 90-90-90. Si bien los resultados hasta ahora son alentadores, reconocen que abordar el estigma y la discriminación es una asignatura pendiente para reducir la inequidad y poder llegar a la meta.
Según los datos de 2019, se estima que en la Argentina viven 139.000 personas con VIH. La mayoría se atiende en el sistema público, donde 59.000 (el 42 %) estaban en tratamiento. Entre 2017 y 2018, se notificaron 5800 nuevos casos, de los cuales el 36,5 % se encontraban en etapas avanzadas de la infección. Más de nueve de cada diez infecciones se produjeron por transmisión sexual. En parte, esto se relaciona con que el 17 % de las personas con VIH en el país desconocen su situación. El VIH afecta a personas de todas las condiciones socioeconómicas; pero, de acuerdo con el informe nacional, es más frecuente en las mujeres trans, los hombres que tienen sexo con otros hombres, quienes usan drogas inyectables, quienes realizan trabajo sexual o están en situación de prostitución, y las personas en contexto de encierro. Es aquí también un reflejo del estigma, la discriminación y la consecuente inequidad en el acceso al cuidado de la salud.
Existe una única forma de saber si uno tiene el VIH: haciéndose el test. El virus puede tardar muchos años en producir síntomas. Mientras tanto, por desconocimiento, la persona puede transmitirlo si no se toman las medidas de prevención necesarias y, además, pierde un tiempo sumamente valioso para comenzar a recibir atención médica adecuada (incluso, vacunas), iniciar el tratamiento en las primeras etapas de la infección y poder llegar a una carga viral no detectable en la sangre, con los beneficios que esto implica para ella y, al prevenir la transmisión sexual, para sus parejas y para la comunidad.
El test de VIH es un análisis de sangre. Esta puede extraerse de forma convencional o, cuando se hace el test rápido, de la yema de un dedo. Si la persona estuvo expuesta al virus o cree que pudo haberlo estado (véase el recuadro), debe esperar 30 días desde esa situación de riesgo antes de hacerse el test. Ese período, llamado «ventana», es el necesario para detectar los anticuerpos que el organismo genera luego de que ingresó el VIH. Hay dos posibles resultados: no reactivo (negativo) o reactivo (positivo). Si el resultado es «no reactivo» y la persona no tuvo situaciones de riesgo durante el mes previo, no tiene el VIH (si puede estar en el período ventana, debe repetir el test cuando se hayan cumplido 30 días de la posible exposición). En cambio, si el resultado es «reactivo», deberá hacerse un análisis complementario, con una nueva muestra de sangre, para confirmar la infección.
Los resultados se entregan por escrito y en forma personal. Un profesional de la salud estará presente para orientar a la persona en caso de que el resultado sea positivo. En la Argentina, por ley, los profesionales de la salud tienen la obligación de mantener la confidencialidad del resultado y no pueden, entonces, revelarlo sin autorización.
Hacerse el test es una decisión por uno y por todos. Es voluntario, confidencial y gratuito. «Es un derecho, nunca una obligación ni condición para el ingreso a un trabajo, el acceso al estudio, la atención médica, la realización de una operación o un examen prenupcial –informa el Ministerio de Salud de la Nación–. Por eso, tenés que firmar un consentimiento informado en donde confirmás que querés hacerte el test».
Los menores de edad pueden hacerse el test. «Si tenés entre 13 y 16 años, es recomendable que vayas acompañado por un adulto; pero, si no querés o no te puede acompañar, podés ir solo a hacerte la prueba», aconseja la página Justicia cerca, del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Además, informa que a los jóvenes de 16 a 18 años se los considera facultados para tomar la decisión, por lo que también pueden ir solos.
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